La casa de mi abuela materna, Aurora Iglesias Rey, donde crecí, ya no se ve desde la carretera, está tapada con hiedras y arbustos gigantes. Una pequeña selva la cubre. Algo parecido al castillo de La bella durmiente, pero en este caso ni los fantasmas existen allí. Los matorrales impiden el paso a su interior. Ni el Príncipe del cuento se atrevería a meterse en ella. A los 19 años salí de allí junto a mi madre Yoya y mi hija Graciela, su padre estaba trabajando en Francia. Fuimos a vivir a Vigo con mis hermanos Fernando y José Ruibal. Vivíamos cerca de Mercedes Ruibal, una de las hermanas pintoras. La de San Andrés de Xeve era una casa enorme en la que a través de sus ventanas se veía un paisaje único. Por las noches, las luces del lejano puerto de Marín y su Alameda me acercaban al mar. Yo solía cantar desde esas ventanas hacia el valle. Al otro lado del río Lérez, oculto por la vegetación, está el pueblo de Mourente al pie de verdes montañas.
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Angeles Ruibal recuerda a José Ruibal cantando a Benedetti
Angeles Ruibal – «En 1950 mi hermano José Ruibal partió rumbo a Buenos Aires. Lo esperaban nuestra hermana, Mercedes Ruibal. También los tíos Argibay, nuestra abuela Aurora Argibay Rey y nuestros muchos primos Argibay. Vivió en Buenos Aires cuatro años y luego en Montevideo seis más. ¡Como no!, en Montevideo fue amigo de Mario Benedetti y de una infinidad de personajes de los que también me contaba cosas. Cuando regresó en 1960 venia cargado de discos, libros e historias que hoy considero maravillosas. En Buenos Aires tuvo el honor de de ser amigo de los escritores Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Rafael Alberti. Y más, el pintor Laxeiro, la bailarina María Fux, la actriz gallega María Casares…»
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Angeles Ruibal nos cuenta de su padre, José Ruibal Castro
José Ruibal Castro flanqueado por sus hijas Marisa y Ángeles José Ruibal Castro, mi padre, fue mi mejor maestro. Me hacía feliz cada instante que compartíamos. Él me enseñó a tener amor por la poesía y la música. Cantábamos juntos fragmentos de zarzuelas, interpretábamos Don Juan Tenorio, me enseñaba versos de Rosalía de Castro, Bécquer, Quevedo… ¡y me decía fragmentos de El Quijote de memoria!. Además también me cantaba la misa en latín. Había estado muchos años estudiando para cura, pero las mujeres le atraían más que los púlpitos y se casó con mi madre, una morenita preciosa.